Como en los demás aspectos de su vida, también en lo amoroso la persona obsesiva “desea no desear”. Por eso se esfuerza por poner a distancia su deseo, convirtiéndolo en un imposible. En la práctica, esto se traduce en interminables procrastinaciones, dudas y disquisiciones. Ellas dan lugar a inhibiciones o a conductas evitativas de tipo fóbico que lo previenen de caer en “tentaciones”. Así puede llegar a extremos insospechados, como evitar las reuniones sociales, salir de su casa, o lo que sea que en su fantasía lo acerque a lo temido/deseado.
Como el obsesivo se defiende manteniendo a raya el afecto, suele mostrarse excesivamente racional, distante e incluso frío o calculador. Esto se acentúa allí donde es esperable una respuesta afectiva o emocional. Y cuando ésta se produce, a menudo lo hace en forma de desconcertantes explosiones de ira o arrebatos pasionales.
Dado que el lema de la persona obsesiva podría resumirse en “divide y triunfarás”, separa el amor del deseo. Por ello a menudo puede tener una pareja a quien ama pero no desea, y otra u otras con las que se permite poner en juego su sexualidad, pero a las que no ama. De igual modo, puede sentirse desafectada de su pareja a la que menosprecia, pero intensamente enamorada de una pareja inalcanzable a la que idealiza. Y si acaso se vuelva alcanzable, perderá su interés en ella o se enfrascará en una lucha por hacerla cambiar a la medida de su fantasía.
El obsesivo se empeña en domesticar el deseo propio tanto como el ajeno. Puede volverse autoritario en la vida de pareja y familiar. En ocasiones despliega despóticas imposiciones no exentas de sadismo, que amargan la convivencia o provocan interminables conflictos en el cotidiano. En otros casos, la vertiente sádica da lugar a su opuesto, y aparecen temores de dañar a la pareja, con conductas de sumisión y auto-humillación. También es común la excesiva preocupación, angustia y falta de autoridad ante los hijos.
La culpa por la sexualidad, a la que puede considerar sucia o degradante, le impide a menudo disfrutar de sus relaciones. Ella origina variadas disfunciones que afectan la intimidad con su pareja y que en ocasiones lo vuelcan a la búsqueda de relaciones fuera de ella, que incrementan a su vez la culpa.
Por su carácter retentivo, a menudo el obsesivo se angustia ante la idea de las separaciones. En la vida amorosa frecuentemente conserva relaciones a las que ni ama ni desea.
La literatura y el cine son fuente inagotable de obsesivos enamorados; un ejemplo de antología, es el señor Stevens (Anthony Hopkins), el mayordomo de la novela de Kazuo Ishiguro, Lo que queda del día, asépticamente enamorado de la señorita Kenton (Emma Thompson).